martes, 5 de agosto de 2014

UNA GUERRA DE MIL AñOS ´?

Una guerra de mil años?

El problema para Israel es que puede ganar todas las batallas, pero bastaría que perdiese una para que desapareciese

Por Jose María Carrascal


LA operación israelí en Gaza para destruir los túneles y cohetes de Hamás es una batalla más de otra Guerra de los Cien Años, que puede convertirse en milenaria si la retrotraemos a la que libraron los israelitas bíblicos en la Tierra Prometida, Canaán, para asentarse en ella. Pero eso es ir demasiado lejos, así que vamos a quedarnos en 1948, cuando, en cumplimiento de una resolución de la ONU, la 181, se dividió el Mandato Británico de Palestina en dos Estados, uno judío, otro árabe, y 800.000 palestinos se convirtieron en parias para hacer sitio al nuevo Israel. Comenzó entonces la fase moderna de esa guerra sin solución, al ser entre dos pueblos que quieren el mismo territorio. Guerra en la que Israel ha ganado todas las batallas, pero con la paz más lejos que nunca. La razón es que los extremistas se han impuesto en ambos bandos. Los árabes quieren «arrojar a los judíos al mar». Los israelíes, crear el Gran Israel, reconstruir el Reino de Judá, que incluye Judea y Samaria, donde debería asentarse el Estado Palestino. Ambos extremos se retroalimentan. Hamás, que controla Gaza, dispara cohetes contra Israel, e Israel invade de tanto en tanto Gaza, al tiempo que expande sus asentamientos en Cisjordania. Se necesitan mutuamente para alcanzar su último objetivo: la eliminación, incluso física, del adversario.
Una oportunidad de romper ese círculo vicioso surgió en 1967, con la Guerra de los Seis Días, en la que Israel derrotó a todos los ejércitos árabes, que se habían lanzado contra él. El Consejo de Seguridad emitió una salomónica resolución, la 242, que intentaba encontrar el máximo consenso posible entre dos reclamaciones antagónicas: reconocimiento árabe de Israel a vivir dentro de unas fronteras seguras y retirada israelí de los territorios ocupados en esa guerra. Ni uno ni otro contendiente lo aceptaron. A base de dólares, Washington consiguió que Egipto llegara a cierto entendimiento con Israel, pero el resto de los árabes, más frustrados que nunca, continuaron rumiando su revancha, y los palestinos echaron mano de la «guerra de los pobres», el terrorismo. Por su parte, Israel multiplicó la colonización de los territorios ocupados con numerosos asentamientos, que han convertido Cisjordania en una especie de piel de leopardo, en la que las colonias, entrelazadas por una red de carreteras que vigila su Ejército, controlan el territorio, mientras en la Franja de Gaza, demasiado poblada para colonizarla, crecen el odio y el resentimiento con cada operación de limpieza. Como la última, que aún no sabemos si ha acabado.
El problema para Israel es que puede ganar todas las batallas, pero bastaría que perdiese una para que desapareciese. Tras ello hay un peligro aún mayor: que el apoyo que recibió, en parte por la mala conciencia europea por el trato que dio a los judíos a lo largo de la historia, en parte por ver en el Estado sionista los valores democráticos occidentales en medio de un mar autocrático, se va diluyendo en la opinión pública occidental a medida que la imagen de David contra Goliat cede paso a la de los niños palestinos víctimas de los tanques israelíes. Mientras Israel cuente con el respaldo norteamericano y otra guerra, la de sunnitas contra chiitas, desgarre el islam, no tiene que preocuparse. Nada hay, sin embargo, eterno en este mundo, y algún día acabarán una cosa y otra, advierte una minoría israelí, que aconseja negociar ahora, cuando tienen las mejores bazas. Pero los «duros» siguen mandando tanto allí como en el otro bando. Es como esta guerra puede ser la de los mil años.

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