Una guerra de mil años?
El problema para Israel es que puede ganar todas las batallas, pero bastaría que perdiese una para que desapareciese
Por Jose María Carrascal
LA operación israelí en Gaza para destruir los
túneles y cohetes de Hamás es una batalla más de otra Guerra de los Cien
Años, que puede convertirse en milenaria si la retrotraemos a la que
libraron los israelitas bíblicos en la Tierra Prometida,
Canaán, para asentarse en ella. Pero eso es ir demasiado lejos, así que
vamos a quedarnos en 1948, cuando, en cumplimiento de una resolución de
la ONU, la 181, se dividió el Mandato Británico de Palestina en dos
Estados, uno judío, otro árabe, y 800.000 palestinos se convirtieron en
parias para hacer sitio
al nuevo Israel. Comenzó entonces la fase moderna de esa guerra sin
solución, al ser entre dos pueblos que quieren el mismo territorio.
Guerra en la que Israel ha ganado todas las
batallas, pero con la paz más lejos que nunca. La razón es que los
extremistas se han impuesto en ambos bandos. Los árabes quieren «arrojar
a los judíos al mar». Los israelíes, crear el Gran Israel, reconstruir
el Reino de Judá, que incluye Judea y Samaria, donde debería asentarse
el Estado Palestino. Ambos extremos se retroalimentan. Hamás, que
controla Gaza, dispara cohetes contra Israel, e Israel invade de tanto
en tanto Gaza, al tiempo que expande sus asentamientos en Cisjordania.
Se necesitan mutuamente para alcanzar su último objetivo: la
eliminación, incluso física, del adversario.
Una oportunidad de romper ese círculo vicioso surgió en 1967, con la Guerra de los Seis Días, en la que Israel derrotó a todos los
ejércitos árabes, que se habían lanzado contra él. El Consejo de
Seguridad emitió una salomónica resolución, la 242, que intentaba
encontrar el máximo consenso posible entre dos reclamaciones
antagónicas: reconocimiento árabe de Israel a vivir dentro
de unas fronteras seguras y retirada israelí de los territorios
ocupados en esa guerra. Ni uno ni otro contendiente lo aceptaron. A base
de dólares, Washington consiguió que Egipto llegara a cierto
entendimiento con Israel, pero el resto de los árabes, más frustrados
que nunca, continuaron rumiando su revancha, y los palestinos echaron
mano de la «guerra de los pobres», el terrorismo. Por su parte, Israel
multiplicó la colonización de los territorios ocupados con numerosos
asentamientos, que han convertido Cisjordania en una especie de piel de leopardo, en la que las colonias, entrelazadas por una red de carreteras
que vigila su Ejército, controlan el territorio, mientras en la Franja
de Gaza, demasiado poblada para colonizarla, crecen el odio y el
resentimiento con cada operación de limpieza. Como la última, que aún no
sabemos si ha acabado.
El problema para Israel es que puede ganar
todas las batallas, pero bastaría que perdiese una para que
desapareciese. Tras ello hay un peligro aún mayor: que el apoyo que
recibió, en parte por la mala conciencia europea por el trato que dio a
los judíos a lo largo de la historia, en parte por ver en el Estado
sionista los valores democráticos occidentales en medio de un mar autocrático, se va diluyendo en la opinión pública
occidental a medida que la imagen de David contra Goliat cede paso a la
de los niños palestinos víctimas de los tanques israelíes. Mientras
Israel cuente con el respaldo norteamericano y otra guerra, la de
sunnitas contra chiitas, desgarre el islam, no tiene que preocuparse.
Nada hay, sin embargo, eterno en este mundo, y algún día acabarán una
cosa y otra, advierte una minoría israelí, que aconseja negociar ahora,
cuando tienen las mejores bazas. Pero los «duros» siguen mandando tanto
allí como en el otro bando. Es como esta guerra puede ser la de los mil
años.
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