Gabo ya no es de este mundo
México y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de 'Cien años de soledad'
En medio de la sala, como un monolito hecho de silencio y ceniza, la
urna de cerezo que contenía el aire que queda en el mundo del hombre que
fue Gabriel García Márquez estaba bajo una luz cenital que lo destacaba como el resplandor mismo de una ausencia.
Detrás, de negro como todo el mundo, Mercedes Barcha, la mujer con la que hace medio siglo y dos años hizo el viaje a México. En ese viaje, que este lunes acabó con la muerte de Gabo y su despedida popular en medio de un turbión de mariposas amarillas propulsadas por un huracán inventado, la pareja se paró en una fonda de cualquier sitio, superados los Estados Unidos. Llevaban veinte dólares en el bolsillo y eran errantes e indocumentados, probablemente felices, pero tenían hambre.
Ha pasado mucho tiempo y algunos libros tan milagrosos como las mariposas de Cien años de soledad. Estas de su despedida habían sido mariposas propulsadas por una máquina, pero en ese libro que lo metió en la mitología aquella lluvia era verdadera, sucedía de vez en cuando en Aracataca, y él la vio de niño, como casi todo lo que contó desde entonces.
Esta vez, aunque de papel, las mariposas vinieron de Colombia y las
eligieron los miles de mexicanos y los colombianos que fueron a
despedirlo como un héroe, bajo la inclemencia de la lluvia y del viento,
a dos pasos de donde dos jefes de Estado, el nativo y el adoptivo, José Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, le daban el contrapunto oficial al grito que más se oyó bajo el cielo de México: “¡Viva Gabo!”
El presidente mexicano no podía competir con el grito de los lectores, claro, ni Santos consiguió metáfora tan simple como la que se vivía en la intemperie. Y es probable que ni uno ni otro supiera qué pasó para que los Gabo eligieran México como sitio para vivir en el momento mismo en que los que estaban buscando, en aquella miseria de vida de hace más de medio siglo, era algo para comer y que eso le costara el uno por ciento de sus veinte dólares.
En aquel entonces, flacos y felices, pero acosados por el hambre, se pararon en cualquier sitio de la frontera que dividía a México de Estados Unidos y pidieron cualquier cosa. Les dieron el más barato y cuando probaron aquel arroz de fonda, sin nada más que arroz y sabor, dijeron: “Acá nos quedamos”. Si se come así, aquí nos quedamos. Luego vinieron otras aventuras, amigos, premios, y finalmente, la muerte de Gabo, que fue certificada en una ceremonia tan oficial y de ropas tan oscuras este lunes en el Palacio de Bellas Artes.
Pero para llegar a este momento en que el escritor, que nunca dejó de ser de Colombia pero que prefirió un día el sabor de México, no sólo había ocurrido aquel arroz de fonda que no valía sino que sabía, sino un sinfín de penurias que dieron de sí la pareja que fueron. Entonces, nada más entrar en la ciudad que anoche hizo diluviar mariposas de papel en medio de un vendaval, Mercedes iba con ahínco pero con indiferencia a pedirle a Gobernación que los dejaran vivir acá.
Peña Nieto no lo dijo en la despedida (o porque no lo sabía o porque sólo hizo en su parlamento una biografía de la superficie de Gabo), pero hace 52 años esta mujer que anteayer bailó con los otros lo más alegre de la noche, los vallenatos de Valledupar, se pasaba las horas en el patio de Gobernación, en la calle Bucarelli esperando, con la constancia con que el coronel esperaba un sobre, que le dieran permiso de residencia.
Finalmente los de Bucarelli le dejaron el papel; hasta que explotó Cien años de soledad
como un ciclón que aún aúlla, el arroz de fonda siguió siendo el
alimento, mucho más en todo caso que lo que preveía comer aquel militar
triste que aguardaba en vano una pensión que lo iba a sacar de la
mierda. Ahora Gabo fue despedido como un héroe nacional, con la música
que le seleccionaron sus hijos, el tipógrafo Gonzalo y el cineasta
Rodrigo, para complacer los gustos (barrocos, populares) de su padre.
Fue una ceremonia extraña, pues latía en la sala más solemne entre las solemnidades literarias de México (aquí despidieron a León Felipe, a Octavio Paz, a Carlos Fuentes) la sensación de que sólo la urna convocaba a pensar en la verdad de lo que había ocurrido (la muerte, incluso en estos instantes en que la evidencia es un resplandor oscuro, siempre produce extrañeza, sensación de que no pasó); y, sin embargo, en la calle los gritos de una multitud resignada a perder a quien le dio tanta fábula, se parecía al jolgorio con el que Colombia lo celebró cuando ganó el Nobel en 1982.
Con flores amarillas, con mariposas amarillas. Esa gente fue entrando, cincuenta a cincuenta, a saludar la urna, en el recinto en que luego hablarían los presidentes, y en un momento determinado entraron los vallenatos, la música que hizo mover los pies de la Gaba, de Rodrigo y de Gonzalo. Ese fue el momento que irrumpió como la alegría en un viaje, y este es el último, como aquel arroz de fonda que los hizo quedarse en México a pesar de las largas esperas en el patio de Bucarelli.
A García Márquez le hubiera gustado (lo dijo) menos solemnidad, más ropa blanca. Mercedes quiso ir de negro, y todos fueron de negro, como preparados para un concierto; la música que sonó (él decía que había tres músicos y todos se escribían con B, Beethoven, Bach, Bozart) era la música de concierto que se ponía para escribir, la que compraba hasta el final en una librería que se llamaba el Parnaso y que, como él mismo, ya no existe.
Si repasabas todos los rostros, podías detenerte en el apacible semblante de la Gaba (¿cómo estás?, “bien, estoy bien”, con ese aire de paciencia que debió acompañarle en las esperas de Bucarelli), en el del hermano Jaime (“tiempos difíciles, son tiempos difíciles”) con su corbata grande y la cara que se le ponía a Gabo cuando escuchaba, y los hijos.
En estos dos muchachos que compartieron el arroz que los dejó en México está, 52 años después, la sonrisa que Gabo recuperó cuando ya la ventolera de la enfermedad lo hizo dulce y como de otro mundo. Gonzalo, sobre todo, sintió el resorte de su padre, y en medio de aquella solemnidad con que se desarrollaba el adiós mexicano hizo entrar otra vez a los vallenatos, ensayó con los pies los pasos de esa música, y como no estaba la madre allí cuando cantaron (“Eres Gabriel García Márquez/ pero te decían Gabo,/ de todos el más grande/. El olor de la guayaba, él vivió para contarlo”), los hizo entrar otra vez, y allí estuvieron con sus galas populares, trayendo a la sala el aire de la calle para que Mercedes Barcha, la viuda, sonriera también y moviera los pies.
Cuando eso ocurría, me acerqué a un viejo amigo de los Gabo, el pintor Gillermo Angulo (al que los chicos de García Márquez llaman Anguleto) y le pregunté cómo se sentía allí, en la despedida de un hombre al que los libros hicieron inmortal. Dijo Anguleto:
-Aquí estoy, tristiando. ¿Sabes qué puso un periódico popular de Colombia en su titular? “Qué puta tristeza”. Y eso es, acá estamos tristiando.
Detrás, de negro como todo el mundo, Mercedes Barcha, la mujer con la que hace medio siglo y dos años hizo el viaje a México. En ese viaje, que este lunes acabó con la muerte de Gabo y su despedida popular en medio de un turbión de mariposas amarillas propulsadas por un huracán inventado, la pareja se paró en una fonda de cualquier sitio, superados los Estados Unidos. Llevaban veinte dólares en el bolsillo y eran errantes e indocumentados, probablemente felices, pero tenían hambre.
Ha pasado mucho tiempo y algunos libros tan milagrosos como las mariposas de Cien años de soledad. Estas de su despedida habían sido mariposas propulsadas por una máquina, pero en ese libro que lo metió en la mitología aquella lluvia era verdadera, sucedía de vez en cuando en Aracataca, y él la vio de niño, como casi todo lo que contó desde entonces.
Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982
El presidente mexicano no podía competir con el grito de los lectores, claro, ni Santos consiguió metáfora tan simple como la que se vivía en la intemperie. Y es probable que ni uno ni otro supiera qué pasó para que los Gabo eligieran México como sitio para vivir en el momento mismo en que los que estaban buscando, en aquella miseria de vida de hace más de medio siglo, era algo para comer y que eso le costara el uno por ciento de sus veinte dólares.
En aquel entonces, flacos y felices, pero acosados por el hambre, se pararon en cualquier sitio de la frontera que dividía a México de Estados Unidos y pidieron cualquier cosa. Les dieron el más barato y cuando probaron aquel arroz de fonda, sin nada más que arroz y sabor, dijeron: “Acá nos quedamos”. Si se come así, aquí nos quedamos. Luego vinieron otras aventuras, amigos, premios, y finalmente, la muerte de Gabo, que fue certificada en una ceremonia tan oficial y de ropas tan oscuras este lunes en el Palacio de Bellas Artes.
Pero para llegar a este momento en que el escritor, que nunca dejó de ser de Colombia pero que prefirió un día el sabor de México, no sólo había ocurrido aquel arroz de fonda que no valía sino que sabía, sino un sinfín de penurias que dieron de sí la pareja que fueron. Entonces, nada más entrar en la ciudad que anoche hizo diluviar mariposas de papel en medio de un vendaval, Mercedes iba con ahínco pero con indiferencia a pedirle a Gobernación que los dejaran vivir acá.
Peña Nieto no lo dijo en la despedida (o porque no lo sabía o porque sólo hizo en su parlamento una biografía de la superficie de Gabo), pero hace 52 años esta mujer que anteayer bailó con los otros lo más alegre de la noche, los vallenatos de Valledupar, se pasaba las horas en el patio de Gobernación, en la calle Bucarelli esperando, con la constancia con que el coronel esperaba un sobre, que le dieran permiso de residencia.
Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
Fue una ceremonia extraña, pues latía en la sala más solemne entre las solemnidades literarias de México (aquí despidieron a León Felipe, a Octavio Paz, a Carlos Fuentes) la sensación de que sólo la urna convocaba a pensar en la verdad de lo que había ocurrido (la muerte, incluso en estos instantes en que la evidencia es un resplandor oscuro, siempre produce extrañeza, sensación de que no pasó); y, sin embargo, en la calle los gritos de una multitud resignada a perder a quien le dio tanta fábula, se parecía al jolgorio con el que Colombia lo celebró cuando ganó el Nobel en 1982.
Con flores amarillas, con mariposas amarillas. Esa gente fue entrando, cincuenta a cincuenta, a saludar la urna, en el recinto en que luego hablarían los presidentes, y en un momento determinado entraron los vallenatos, la música que hizo mover los pies de la Gaba, de Rodrigo y de Gonzalo. Ese fue el momento que irrumpió como la alegría en un viaje, y este es el último, como aquel arroz de fonda que los hizo quedarse en México a pesar de las largas esperas en el patio de Bucarelli.
A García Márquez le hubiera gustado (lo dijo) menos solemnidad, más ropa blanca. Mercedes quiso ir de negro, y todos fueron de negro, como preparados para un concierto; la música que sonó (él decía que había tres músicos y todos se escribían con B, Beethoven, Bach, Bozart) era la música de concierto que se ponía para escribir, la que compraba hasta el final en una librería que se llamaba el Parnaso y que, como él mismo, ya no existe.
Si repasabas todos los rostros, podías detenerte en el apacible semblante de la Gaba (¿cómo estás?, “bien, estoy bien”, con ese aire de paciencia que debió acompañarle en las esperas de Bucarelli), en el del hermano Jaime (“tiempos difíciles, son tiempos difíciles”) con su corbata grande y la cara que se le ponía a Gabo cuando escuchaba, y los hijos.
En estos dos muchachos que compartieron el arroz que los dejó en México está, 52 años después, la sonrisa que Gabo recuperó cuando ya la ventolera de la enfermedad lo hizo dulce y como de otro mundo. Gonzalo, sobre todo, sintió el resorte de su padre, y en medio de aquella solemnidad con que se desarrollaba el adiós mexicano hizo entrar otra vez a los vallenatos, ensayó con los pies los pasos de esa música, y como no estaba la madre allí cuando cantaron (“Eres Gabriel García Márquez/ pero te decían Gabo,/ de todos el más grande/. El olor de la guayaba, él vivió para contarlo”), los hizo entrar otra vez, y allí estuvieron con sus galas populares, trayendo a la sala el aire de la calle para que Mercedes Barcha, la viuda, sonriera también y moviera los pies.
Cuando eso ocurría, me acerqué a un viejo amigo de los Gabo, el pintor Gillermo Angulo (al que los chicos de García Márquez llaman Anguleto) y le pregunté cómo se sentía allí, en la despedida de un hombre al que los libros hicieron inmortal. Dijo Anguleto:
-Aquí estoy, tristiando. ¿Sabes qué puso un periódico popular de Colombia en su titular? “Qué puta tristeza”. Y eso es, acá estamos tristiando.
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